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El Amor de Dios
El centro y el culmen de la experiencia del Espíritu radican en que Dios es amor y nos ama con amor de Padre. Tenemos que convencernos, que solo el amor puede transformar este mundo corrompido por la droga, el alcohol, el sexo, etc. Y con amor se va a santificar la iglesia, con amor cambiarán las estructuras injustas, cambiará nuestro corazón y entonces Cristo reinará en medio de nosotros. La verdad del cristianismo es que Dios es todo poderoso, creador del Cielo y Tierra, es un Padre amoroso que ha tejido la historia de cada ser humano con el hijo conductor de su amor incondicional y eterno, “como se apiada un Padre de su hijo, así se apiada el de sus amigos” (salmo103, 13)
En esto consiste el amor: no en que nosotros hallamos amado a Dios, sino que Dios nos ha amado a nosotros (1Jn 4, 10). Jesús manifestaba el rostro misericordioso del amor de Dios. Cuando una persona se sentía amada así, no podía resistir y cambiaba su vida. Había una mujer cuya mala reputación se había extendido por toda Galilea. Los hombres la buscaban en la oscuridad del prostíbulo, pero la despreciaban en la claridad del día. Quienes a ella se acercaban, la usaban como juguete pasajero, caricaturizando el amor. Nadie la amaba, ni ella tampoco amaba a ninguno. Sus afectos eran farsa y mero interés comercial.
Pero un día llegó a su vida un hombre que anunciaba el amor incondicional de Dios para los pecadores. Ella creyó inmediatamente en ÉL y se presento en casa de Simón el fariseo, donde el Mensajero de buenas noticias estaba reclinado en la mesa. Se acercó por atrás y comenzó a acariciar los pies del Maestro. Ante la admiración y el escándalo de los comensales, Jesús no la rechazó como lo hubiéramos hecho nosotros; al contrario, colocó cariñosamente la mano sobre la cabeza de ella. Entonces empezaron a correr abundantes lágrimas de ese corazón que no había recibido sino desprecios. Rompió luego su frasco de alabastro donde guardaba un exquisito perfume de nardo puro, y comenzó a ungir los pies del Señor. Sin darse cuenta, por la humedad de sus ojos, sus lágrimas también empaparon al Maestro. Con su seductora caballera que la había servido como instrumento para conquistar clientes, comenzó a secar los pies bañados en lágrimas del amor verdadero. El Maestro no se resistía, a pesar de las críticas de los que se creían mejores que ella. A través de esta aceptación incondicional, ella experimento el amor salvífico de Dios. Jesús le mostró cuánto la amaba Dios y porque la amaba, le perdonaba y restablecía. Esta experiencia del amor que perdona cambió su vida y fue capaz de transformar toda su historia. Dios toma siempre la iniciativa es Él quien nos alcanza a nosotros.
“vacilarán los montes, las colinas se conmoverán, pero mi amor hacia ti no desaparecerá” (Isaías 54, 10). ¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara yo no me olvidaría de ti (Isaías 49,15). Cuando una persona se siente amada incondicionalmente por Dios, no puede resistir tanta ternura y toda su vida e historia cobran sentido para poder recomenzar con un nuevo nacimiento, no importa el punto donde haya caído. Dios tiene un plan maravilloso para cada uno de nosotros: hacernos pasar de las tinieblas a la luz admirable, participándonos de su vida divina, para que vivamos desde ahora como hijos suyos. Dios tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que nosotros podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros. (Ef3, 20).
La vida de alguien sólo cambia y se transforma, cuando encuentra un amor incondicional y permanente fiel. Sin embargo, nuestro corazón está hecho con sed de infinito y solo puede ser llenado por el amor de Dios. Con razón, San Agustín afirmaba: “Nos hiciste Señor para ti, nuestro corazón estará insatisfecho hasta que no descanse en ti”. Dios es amor y nos ama no porque nosotros seamos buenos, sino porque el bueno es Él. Dios no te pide tanto que lo ames, sino que te dejes de amar por Él. El ha tomado la iniciativa y antes de que tú puedas hacer algo por Él, Él ya te amaba de manera incondicional. El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero (1Jn 4, 10). El salmista nos reta, diciendo: “Probad y ved que bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”. Dios nos invita a probar su amor y misericordia.
EL PECADO
Fuimos hechos por y para el amor. Sin embargo nuestro problema comienza cuando nos alejamos de la fuente del amor, para seguir nuestros propios caminos. Quién se aparta de la vida, no puede encontrar sino muerte, la peor enfermedad del hombre se llama pecado, porque todo el que comete pecado es un esclavo (Jn 8,34), cuya consecuencia lógica es la muerte (Rm6, 23), ya que todo aquel que siembra en la carne, cosecha corrupción (Gal6,8). El pecado es como una coraza que no nos permite experimentar el amor de Dios.
Básicamente consiste en creernos más a nosotros mismos y nuestros medios, que a los caminos de Dios. Es una rebeldía que nos lleva a independizarnos de Dios, y por tanto a no experimentar su amor salvífico, pues nos separa de los demás y divide nuestro interior. Más que hacer cosas malas o prohibidas, se trata de una actitud de rebeldía frente a Dios, alejándonos de su presencia y de sus caminos. “Porque todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm3, 23). Cuando Adán y Eva, que nos representan a cada uno de nosotros, se alejaron de Dios, experimentaron su desnudez y fueron expulsados del paraíso, que simboliza la felicidad a la cual Dios nos había llamado. El pecado es el origen de todos los males que aquejan a la humanidad.
No podemos salvarnos por nuestras propias posibilidades y obras buenas. Nadie se puede justificar por sí mismo. Se trata de una sombra, de la cual es imposible separarse por las fuerzas humanas. El ser humano está profundamente incapacitado para alcanzar la vida eterna. Herido por el pecado, no puede retornar al paraíso perdido. El hombre no se puede redimir por sus propis medios. El pecado es un gran obstáculo, pero el peor problema es no admitirlo. Quien no lo admite, no puede experimentar el perdón. Pero el que reconoce, se dispone a recibir la salvación, como lo podemos ver en estos dos casos del evangelio. Un fariseo y un publicano subieron al templo a orar. El fariseo, puestos de pie al frente, comenzó a jactarse de todas sus buenas obras, declarándose mejor que el publicano que estaba arrodillado en la parte posterior del templo, el cual se confesaba pecador y solicitaba la clemencia divina. Jesús afirmaba que éste y no el fariseo que no sólo se sentía bueno sino mejor que el otro, fue justificado por Dios.
El ladrón crucificado al lado izquierdo de Jesús quería su salvación, pero en ningún momento reconoció su pecado. Se quería aprovechar de Jesús, pero sin aceptar que era pecador y merecedor de la muerte. No se trata de sentirse acusado de los pecados cometidos, sino de tener la absoluta conciencia de la propia incapacidad para salvarse. Los hechos muestran la verdad de lo que decimos. Es andar por muchos caminos, pero sin ninguna meta. No hay peor cosa que caminar sin avanzar y esas son las sendas perdición. Son laberintos sin salida, que cuanto mas buscas, mas te desesperas y te hundes en las arenas movedizas de tus propias limitaciones. Que razón tiene Dios cuando se queja: “Me han abandonado a mí, la fuente de agua viva para excavarse, aljibes agrietados que no retiene agua” (Jer2, 13).
Cada día estoy más maravillado de lo que Espíritu Santo puede hacer en nuestras vidas, por el poder de la sangre preciosa de nuestro señor Jesucristo. El Señor se manifiesta en múltiples formas cuando decidimos ponernos en sus manos. Verdaderamente nuestro Dios se muestra maravilloso con los pecadores que están dispuestos no a pagar por su pecado, sino que se abren para ser perdonados por el amor infinito de Dios. El pecado es el origen de todos los males que aquejan al mundo. Sin embargo el principal problema es no reconocerlo, porque entonces no buscamos la salvación, puesto que no creemos necesitarla. Por eso Jesús aclara a todos los que se creen buenos. “Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado” (Jn9, 41). Así como el hijo pródigo entró dentro de sí, reconoció el amor de su Padre y decidió regresar donde él, lo único que Dios está esperando es que reconozcamos nuestro pecado, sin excusas ni justificaciones, para perdonárnoslo. Que simplemente le digamos: “Peque contra ti y quiero regresar otra vez a tu casa”.
Quien se reconoce necesitado de salvación está a la puerta de encontrarla. Así como sólo se puede encender una vela si está apagada, así también sólo puede brillar la luz de la salvación en quien reconoce que esta en la oscuridad del pecado y que necesita esa luz. Para concluir, diríamos que sólo hay un pecado que Dios no puede perdonar: el que nosotros no reconocemos y queremos excusar, el pecado cuyo precio queremos pagar nosotros mismos con una buena obra. El único pecado que Dios no perdona es aquel del cual nosotros no le pedimos perdón. Sólo basta confesarnos pecadores delante de Dios, para experimentar el perdón salvífico. Aceptar que somos incapaces de salvarnos por nosotros mismos, y entregarnos como estamos en las manos de Dios, que no quiere la muerte del pecador.
 
 

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